En el 2005
David Lida, un reconocido escritor de la actual cultura mexicana visito nuestra ciudad para realizar un reportaje sobre el nacho. Con su especial estilo para explicar con letras lo que sus ojos ven y su mente asimila escribió en la revista WOW lo que percibió de nuestra ciudad.
No será muy agradable para algunos lo que escribió de nuestro Piedras Negras un periodista del nivel de Lida, pero aunque duela, es la cruda realidad de lo que tanto en el 2005 como en la actualidad sucede en la oscuridad de nuestro centro histórico, enmarcado por la calle Zaragoza Sur y arterias que la circundan.
Ojala que las autoridades salientes o entrantes se sensibilicen de la problemática y hagan algo por cambiar de una vez por todas en lo que esta convertido nuestro Centro Histórico. Porque esto que vio Lida lo escribio, pero hay muchisimos otros turistas que nadamas no regresan.
NACHO MAN
Por David Lida
1. A la recherche du nacho perdu
Imagínense cuatro nachos sobre un plato redondo. Dos arriba, con rebanadas de jalapeños como ojitos verdes. Otro nacho abajo como nariz, y uno más abajo con el chile redondo como una boca abierta. Esta cara jovial es con la que Piedras Negras, Coahuila, saluda al mundo.
Puede ser que la ciudad viva de las minas de carbón (esas son las piedras negras de su nombre), de la industria energética, de las maquiladoras y, como cualquier otra ciudad fronteriza, del narcotráfico y la prostitución. Pero el único atractivo turístico que ofrece es su identidad como la cuna de los nachos.
Cuando una revista neoyorquina me mandó a Piedras (así se refieran los residentes a su ciudad) para escribir sobre los nachos en su sección gastronómica, tuve sentimientos encontrados. He comido chiles en nogada en Puebla, relleno negro en Yucatán, cabrito en Monterrey, acamayas en Veracruz, cinco colores de mole en Oaxaca, y cualquier cantidad de delicias nacionales e internacionales en la ciudad de México, donde radico. Comparado con esta cornucopia, el nacho ni llega a ser el primo pobre.
De hecho, dada la estupenda cocina nacional, me asombré al darme cuenta de que el nacho es un invento mexicano. Me hubiera imaginado que una botana tan desabrida tendría que haber sido concebido al lado gringo de la frontera. En todo caso, mi curiosidad de conocer otra parte de la república (particularmente al norte, que he visitado poco), eclipsó cualquier duda que tenía de la asignación.
No pensé que el nacho se volvería mi madeleine. Al llegar a Piedras Negras me inundaron las memorias de un pasado que no tenía nada que ver con México. Un pasado de elementos tristes y cómicos de un Estados Unidos que ya ni existen, sublimes simplemente por su desaparición.
2. La pachanga
Llegué a Piedras a las 11:30 de la noche. Pregunté en la recepción del hotel si había un restaurante abierto. El recepcionista frunció toda la cara y rascó el cabello. Luego mencionó una cafetería cercana.
La calle: Edificios de uno o dos pisos, muchos de ladrillo, algunos con balcones de hierro forjado. Me pareció más cómo una ciudad gringa del sur que a una mexicana. Pasaron un par de taxis y una motocicleta, pero no había un alma en la calle.
En la cafetería hacía un calor de los mil demonios, no había cerveza y olía a húmedad. Era el único cliente y decidí que ya era tarde para cenar. A la vuelta encontré la plaza principal que da al Puente Internacional. Cruzas sus 300 metros y estás en Eagle Pass, Texas.
Un tipo merodeaba bajo los árboles de la plaza. Lo ignoré pero luego me gritó: "Hola, amigo", en un inglés con acento fuerte. "¿Qué buscas? ¿Quieres dar una vuelta conmigo?" Me hubiera sentido más seguro de pasear con Osama bin Laden. Luego un Ford se estacionó en frente. Al volante, un gordo con cara de malos amigos. Con pasos ebrios, salió una chica en un minvestido gris. "¡Mira lo que tengo!" decía en inglés al tipo de la plaza. Era una gringa. Con la voz llena de alegría, agregó: "¡Dinero para una piedra!" Me imaginé que no se refería a una piedra negra, sino una blanca, de la forma crack de la cocaína.
Preguntándome en cuál círculo del infierno me había caído, me pareció prudente largarme. Ví luces en la calle de Zaragoza. Había una serie de bares, y decidí cenar en forma líquida. La mayoría de los antros son lo que se llama ladies' bars en Piedras. Me asomé a varios antes de decidirme por uno que se llama La Cueva de Amor. La clientela era de principalmente hombres borrachos, entremezclados con ficheras cincuentonas, dos travestis morenas y un tipo que parecía el hermano menor de Juan Gabriel, aunque más gordo y más feo. Unos norteños hacían serenata.
Me transporté a Nueva Orleans, cerca de 1979, a donde fui al salir de mi casa a los 17 años. Malgasté algo de mi juventud en los bares de una zona que se llamaba Skid Row, para la gente que había tocado fondo. Fueron antros llenos de retirados que hubieran vendidos sus dientes postizos para la próxima copa, desertores del ejército y otros prófugos, marineros naúfragos, putas baratas, y la clase de borracho que pierde la conciencia y se despierta a 3,000 kilómetros de su casa. Me acordé una noche gloriosa en que todos estes perdedores, al unísono, cantaban "We Are the Champions" al ritmo de la rockola. Regresé a Nueva Orleans en principio de los años 90 y todos quellos bares habían desaparecido.
Se me acercó una fichera regordeta con el pelo teñido de rubio. Le empecé a contar de un amor imposible que estoy sufriendo. A pesar de su falta de interés total, estaba dispuesta a escuchar mis penas mientras le invité copas de Bacardí Blanco, que tomaba de un trago del caballito. A las dos de la mañana cuando cerraron el bar, me siguió a la calle. "¿A dónde vamos?" me preguntó.
- Yo a mi hotel. Buenas noches, dije. Me besó en el cuello.
A la vuelta de la esquina, me di cuenta de que Juanguita me había seguido. "¿Vives por aquí?" me preguntó. Me le escapé sin besos.
3. Casi la cuna
El Restaurante Moderno en el centro de Piedras Negras abrió sus puertas en 1934, pero las manos de su reloj interior se detuvieron en 1968. Hay manteles blancos y servilletas de tela dobladas en forma de abanico. Hay columnas doradas, cortinas del mismo color y espejos por todos lados. Meseros con el cabello engominado y bigotes de Pedro Infante, vestidos en sacos negros, atienden con suma cordialidad y profesionalismo.
La clientela: Border people. ¿Quién es quién? Gente muy blanca y muy gorda que parece gringa, pero una vez que abre la boca, uno se da cuenta de que son mexicanos. Gente que parece más mexicana que La India María, pero ni habla español. Había en una mesa nueve señoras sesentonas soltándose el chongo (pero sólo en sentido metafórico: entre ellas habían acabado toda una lata de spray de cabello). Cuatro elementos ruquitos del club Gypsy de motociclistas, con chalecos, bigototes y colas de caballo.
Empezó el pianista a tocar "El tema de Lara" de la película Doctor Zhivago. Cuando tenía ocho años, al entrar cualquier restaurante, lounge, elevador o consultorio de dentista se oía la misma pieza. Después, el tocó "Raindrops Are Falling On My Head", seguido por "Love Is a Many-Splendored Thing", "La gaviota de Ipanema" y, como postre, el tema de la película Un homme et une femme. Para él la historia de la música duraba tres años, de 1965 a 1968.
El túnel del tiempo me transportó a mi niñez, a ciertas noches en que mis padres nos llevaron a mí y a mi hermano a cenar en algún restaurante. En esta época había miles de lugares decorados así en Estados Unidos. Hoy, por lo menos en las grandes ciudades, no encuentras nada del estilo: Hay una carencia desafortunada de kitsch en casi todo el país.
Con carta en mano, un mesero me interrumpió el ensueño. Fui al grano y pedí una orden de nachos. Sería bonito contar que los nachos son un invento del Restaurante Moderno. Pero sería mentira. El restaurante donde sirvieron los primeros nachos, el Salón Victoria, ya no existe. Pero el dueño, Rodolfo de los Santos, también tuvo el Moderno, y su viuda y sus hijos siguen encargados. Entonces el Moderno es la cuna de facto de dicha botana.
La historia de la creación de los nachos es el Rashomon de la gastronomía mexicana: va cambiando según quien te lo cuenta. La versión que narro es una amalgama de lo que me dijeron Ramiro Menchaca (un mesero con 25 años de experiencia en el Moderno), varios elementos del Comité de Turismo de Piedras Negras, y recortes de diversos periódicos, incluyendo el Houston Post y el San Antonio Express News.
Una noche calurosa de 1940, seis gringuitas cruzaron la frontera y entraron al Salon Victoria. Eran esposas de unos militares de la base aérea de Fort Duncan en Eagle Pass. Las atendió un mesero que se llamaba Ignacio Nacho Anaya. Pidieron una botana ligera, porque luego iban a cenar en otra parte.
Lo que no queda muy claro es por qué le tocó a Nacho el mesero preparles su botana. Yo trabajé de mesero dos años, y si me habría atrevido a meterme con la comida, el chef me hubiera cortado las manos con un cuchillo de carnicero. En mi imaginación, el cocinero, en su descanso entre la comida y la cena, se había largado a La Cueva de Amor en la calle Zaragoza. O quizás él mismo cocinero, borracho y misántropo, le decía a Nacho: "Me valen madres estas pinches gringas -- házles algo tú".
En todo caso, se supone que Nacho era uno de esos mexicanos expertos en la improvisación, el ejemplar brillante de la gracia bajo presión. En todas las versiones al Nacho diligente se le ocurre cortar unas tortillas recién hechas en cuatro, freírlas en manteca, taparlas con queso (de marca Wisconsin, un cheddar poco fuerte) derretirlo en el horno y luego adornarlos con un trocito de jalapeño. Si el cuento parece poco creíble, o por lo menos con unos huecos desconcertantes, cabe decir que Nacho luego abrió su propio restaurante, Nacho's Café. Se murió a principios de los años 70. El mesón que llevó su nombre está igual de difunto.
Los nachos del Moderno no tienen nada que ver con la guacareada hecha con productos procesados que se sirve en estadios de beisbol en todo el mundo. Los del restaurante tienen el juego de tres texturas: la crujiente tortilla recién frita, la pegajosa grasa del queso y la mordida del jalapeño. Sí son ricos. Igual, cabe parafrasear a Gertrude Stein: un nacho es un nacho es un nacho.
Aquella noche, decidí dormir temprano. En la tele del hotel, vi una película sobre una aeromoza inglesa que tiene un marido en Londres y luego otro en Bologna, la ciudad donde vuela. Aunque era una porquería, la trama tenía que ver con el amor imposible que estoy sufriendo, entonces me quedé fascinado.
4. Festejar el nacho noble
A principios de 1995, el Dr. Adalberto Peña era presidente de la Cámara de Comercio de Piedras Negras. Una tarde, mientras comía con Dr. Peña, el director estatal de turismo le sugirió que la ciudad debía hacer un festival anual en honor de los nachos. "Me reí", dice Peña. "Pensé que el tipo no tenía idea. A los 15 días la idea no me pareció tan mala. En un mes, estuve investigando. En dos meses era un hecho".
El décimo Festival del Nacho de Piedras Negras tiene lugar los días 15, 16 y 17 de octubre de este año. El Comité de Turismo (del que Peña forma parte) calcula que van a asisitir alrededor de 25,000 personas, principalmente ciudadanos de los estados de Coahuila y de Texas. Empresas, individuos y restaurantes competirán en un concurso para hacer los mejores nachos tradicionales y los mejores exóticos. En la última categoría, la imaginación cuenta igual que el gusto. Ganadores previos han incluido el nacho con huitlacoche, el nacho chocolate, el nacho japonés (con siete chiles) y el nopalacho.
Aparte de los mejores nachos, hay concursos del nacho más grande (que mide tres metros de diámetro) y el más chico (doce encima de una corcholata, que solo se podían ver con una lupa). También hay una competencia de cuántos jalapeños se puede comer una persona en dos minutos. (El ganador ha ingerido 48.) Probaron suerte con un concurso de comer guacamole a cucharadas pero los resultados fueron literalmente vomitivos.
Hace un par de años, invitaron a un señor que supuestamente representó el Libro de Récords Guinness. Su boleto de avión y sus viáticos fueron pagados por el festival. Peña soñaba con la aparición de Piedras Negras en el libro, pero no pasó nado. "Lo invitamos por parte de un tipo equis", explica. "Creo que era su cuate y no tenía que ver con Guinness".
Cuando les pregunto a los del Comité de Turismo qué más hay que hacer en Piedras aparte de comer nachos, hay mucho carraspeo, rascada de cabello, risa nerviosa y pausa tentativa. De planes, hay planes: Hacer un River Walk de tiendas y restaurantes por el río, como en San Antonio. Como las fechas del festival no convienen a todo el mundo, también hay un proyecto de un Museo del Nacho.
5. Vida nocturna
Si a los elementos del Comité de Turismo les costó trabajo nombrar atractivos turísticos en Piedras, un taxista me contó de un sitio en los alrededores de la ciudad. Se llama Boys Town y se trata de una zona de libre comercio sexual. Di una vuelta en mi última noche en Piedras. Es una calle en forma de L con antro tras antro anunciados por letreros de neón: el Cactus, el Country Club, el Afrika, el Laredo, el Monterrey.
Hay algo irreal al llegar a Boys Town: Parece una Disneylandia para chicos errantes, o el set de una película de Robert Rodríguez, con todos los clichés de un Meksico honky-tonk, folklórico y turístico. A diferencia, los antros mismos son muy reales. La mayoría son plenamente sórdidos, con algunas mujeres ya entradas en años y con sobrepeso, esperando a sus galanes de pie en las entradas, o sentadas en las barras con las piernas cruzadas, sus caras amargadas y desganadas.
Hay un lugar que otro de nivel más alto, tables donde bailan puras bellezas de entre 18 y 25 años. Hablé con algunas de las trabajadoras: Sandra de Torreón, Araceli de Saltillo, Karen de Culiacán. Son de una frescura poco común en lugares de esta índole. Se visten en atuendos atrevidos - con la minifalda cuadrada de una chica de prepa; la negligée transparente de la amante de un millionario; o como mistress sado de pura piel. Tienen sonrisas agradables y pícaras que casi esconden su miedo. Me inquietaron: Todas llegaron de otras partes al medio de la nada en la frontera, rodeadas por machos norteños y gringos dudosos. Sólo pensé en una palabra: Juárez.
6. Coda: El último amor imposible
Me divertí mucho en Piedras Negras, pero después de tres días sentí que había pasado un año allí. ¿Cómo sería pasar un año de veras? Empecé a tener fantasías, preguntándome que pasaría si alguien me pegara en la cabeza y perdiera la conciencia de quién era. ¿Pasaría el resto de mi vida en Piedras? Sin duda, era la hora de largarme.
Camino al hotel, ví a la mujer que salió del coche por la plaza mi primera noche. Estaba hablando con un tipo y traía el mismo minivestido gris, bien sucio a la luz del día. Al verme, me preguntó, Do you speak English? I have to get away from this guy.
Empezó un rollo de que había perdido su dinero, su abuela la había echado de la casa, y se cayó en la calle (la parte más creible, dado el moretón por su barbilla).
- ¿Cómo te puedo ayudar? le pregunté.
- Necesito 21 pesos o dos dólares para cruzar el puente.
Saqué mi cartera. Ella empezó su rollo de nuevo: la abuela, la cruzada, la caída.
- No es necesario el discurso, le dije.- Te doy el dinero de todos modos.
- Te estoy mintiendo. Tú sabes. No sé que hacer. Aquí es el único lugar donde estoy medio cómoda. Sigo en la universidad en Eagle Pass, pero de veras, no tengo techo. No tengo padres y mi abuela no me quiere ayudar.
- Perdóname, baby, pero te tienes que cuidar a ti misma. Sabes que estás en mal estado. Tienes que hacer algo. No puedes esperar que alguien te ayude.
Me miró fijamente y me agarró el brazo.
- Eres el hombre más bello que he conocido en mi vida, me dijo.