Por: Antonieta B. de De Hoyos
Al hombre y a la mujer del tercer milenio nos corresponde cambiar la orientación de nuestra vida, mentalidad, forma de vivir y de actuar; para que con libertad retomemos el camino hacia el Padre. Solo mediante el esfuerzo y la lucha personal podremos conquistar el Reino de Dios, para ello es indispensable que nuestro cambio sea radical, que involucre la mente y el corazón.
Tuvimos cuarenta días con sus noches para reflexionar, para convencernos de abandonar todo lo que nos aleja de Dios. Pudimos (si quisimos), romper con la soberbia de la autosuficiencia, las idolatrías y los pecados, dejando para Dios todo el espacio en nuestra vida.
La conversión es una realidad propia, sucede en lo íntimo de cada ser, es un encuentro inusitado con Dios que exige obediencia y fe. Pero no hay conversión sin la libre decisión de acatar la llamada de Dios, con la ayuda de su gracia. Tampoco hay conversión, si no tenemos esa confianza puesta en Dios que nos permite reconocer carencias y flaquezas humanas.
Tarde o temprano se presenta un momento, en el que movidos por la gracia divina nos descubrimos solos, con la dignidad perdida y con un hambre infinito del amor de Dios; es entonces que volvemos la mirada hacia nuestro corazón y tomamos conciencia de la situación personal y, admitimos que estamos desilusionados por el vacío que antes nos había fascinado, deshonrado, deslumbrado...Es en este escudriñar de la conciencia que nos enfrentamos a nosotros mismos y reconocemos que el pecado existe y que somos pecadores. La conversión y el arrepentimiento cristiano, son actos de profunda confianza y amor a Dios, por su bondad infinita.
Pero no basta con mirar hacia adentro, es necesario el arrepentimiento, es volver toda tu persona hacia Dios y corregirte, mas no de manera parcial sino integral y prepararte para el cambio sin reservas, porque la conversión exige romper con los viejos vicios.
La oración humilde es vital, porque sólo con la gracia divina se realiza el milagro del arrepentimiento. La conversión cristiana es reconciliación con Dios y con la comunidad de la iglesia. No habrá humanidad nueva sin hombres y mujeres cristianizados por el Bautismo y una vida según el Evangelio.
El bautizado se identifica por su deseo constante de transformación interior y exterior, por su fe en la victoria de Cristo sobre el pecado y por la conquista del hombre que se renueva sin cesar y es incompatible con el pecado.