25 de febrero de 2013

El valor de la discreción.


Tu lengua es como tu caballo,
                            si le eres fiel, te será fiel,
                           si le fallas, te fallará”
                                                                                                                        Proverbio árabe –español.

Por: Antonieta B. de De Hoyos

Han pasado varias décadas y aun recuerdo la manera como me impactó este proverbio árabe-español, cuando lo leí por primera vez.  Para ese tiempo, me encontraba en plena madurez  y aunque no fue demasiado tarde, tuve que aceptar las miles de veces que actúe con torpeza por falta de experiencia y conocimientos. Me vino esto a la mente al escuchar las declaraciones comprometedoras, que un joven reportero dio a una televisora a nivel nacional, espacio donde declaró sus preferencias sexuales y su adicción a las drogas.

Yo me preguntó: ¿A quién le interesa su vida privada? ¿Por qué la necesidad de justificarse ante tal audiencia?, cientos de miles de televidentes ni siquiera sabíamos de su existencia, mucho menos de su sufrimiento interno causado por  sus debilidades humanas.

Aun no comprendo el ¿por qué? mucho menos el ¿para qué? ¿Acaso es imprescindible, que las personas en la sociedad moderna tengan que proclamar lo que debería ser privado? En años pasados familias enteras, conocidas o anónimas, se llevaban a la tumba sus errores y  vicios.

En muchas historias familiares, es frecuente recordar a algún pariente que de manera inesperada se iba de la casa, aquél del que jamás se volvió a saber nada. En múltiples ocasiones fueron mujeres guapas, atractivas, las que teniendo todas las cualidades para convertirse en esposas perfectas  y contar con una larga fila de pretendientes, decidían permanecer solteras.

Durante mi adolescencia, tuve la oportunidad de conocer  a varios hombres maduros amigos muy estimados por mis padres, personas correctas, elegantes, distinguidas, hasta de abolengo;  cuyos rasgos y movimientos eran poco varoniles. Uno fue soltero empedernido, otro casado y con familia, los dos con un alto nivel educativo, propios, reservados. Por esa discreción inquebrantable, aunque sus allegados sospechaban de sus preferencias, ninguno se atrevió a preguntarlo, ni siquiera a investigarlo.

La gente respetaba y se daba a respetar, había limites y esa gran sabiduría ancestral: “Nunca digas todo lo que sabes, ni hagas todos lo que puedas, ni creas todo lo que oyes, ni gastes todo lo que tienes, ni juzgues todo lo que ves. Porque: quien dice todo lo que sabe, hace todo lo que puede, cree todo lo que oye, gasta todo lo que tiene y juzga todo lo que ve...Un día dirá lo que no conviene, hará lo que no debe, creerá lo que no es, gastará lo que no tiene y juzgará lo que no entiende”. Inscripción en las ruinas de Persépolis.

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