17 de mayo de 2011

Un suceso de vida.


Por: Antonieta B. de De Hoyos

Hace casi diez años, serví de guía a un matrimonio neolonés y a un sacerdote Jesuita procedente de San Luis Potosí, que venían con el fin de recabar datos sobre la presencia de Concepción Cabrera de Armida en esta región norte del país.

Desafortunadamente un día antes de que ellos arribaran a Piedras Negras, brotó en el lado izquierdo de mi espalda una ampollita muy dolorosa, que mi médico de cabecera detectó como Herpes Zoster. En su explicación dejó muy claro que se trataba del mismo virus de la varicela, que queda adormecido por años dentro del cuerpo y que en un estado de máximo estrés brota de nuevo, que permanece por varios meses y que forma como un cintillo que recorre la espalda y pasa por las costillas, segregando liquido y provocando intenso dolor, me recetó un antibiótico fuerte y una pomada analgésica. Como el compromiso ya estaba hecho, resignada tomé la pastilla, froté mi espalda con la pomada, la cubrí con un paño para evitar que mi blusa y mi saco se mancharan y me encaminé a buscar a los viajeros. Visitamos algunas personas aquí en la ciudad, después fuimos a Nava y a Morelos y a algunos lugares fuera del pueblo, pero nadie nos dio noticias de ella. Casi al atardecer el sacerdote jesuita pidió permiso para oficiar misa en una capillita, ofreciendo la ceremonia por las intenciones de los que le acompañábamos.

Estaba oscureciendo, debían apurarse en su regreso, nos despedimos en el estacionamiento. De repente el sacerdote preguntó, si debía pagarme algo por haber usado todo un día de mi tiempo en una investigación que no dio frutos. Le contesté que no, pero que agradecería mucho me diera su bendición. En el transcurso de mi existir he vivido en varias ocasiones esta maravillosa experiencia y no deseaba ver partir a este carismático sacerdote jesuita sin que lo hiciera. Incliné mi cabeza al momento que el imponía sus manos sobre ella y musitaba una emotiva oración. Recuerdo perfectamente cuando imploró a Dios que sanara mi mente, mi cuerpo y mi corazón de cualquier impureza.

Regresé a casa y me cambié de ropa, al quitar el paño me di cuenta que habían brotado mas ampollitas y que el dolor arreciaba. Tome la siguiente pastilla, volví a cubrir mi espalda con la pomada y un paño nuevo, di gracias a Dios porque pude servir a su representante en la misión que realizaba; buscar evidencias de vida que sirvieran para convertir en Venerable Sierva del Señor, a Concepción Cabrera de Armida, originaria de San Luis Potosí.

Traté de dormir, resultaba casi imposible, porque cualquier roce de tela en la piel lastimaba profundamente. Jamás imaginé lo que sucedería al día siguiente. Después del baño acostumbrado, me dispuse a frotar la pomada analgésica, fue en esos instantes que me di cuenta de que no solo no habían brotado más ampollitas sino que las que tenía se estaban apagando. Me vestí rápido, necesitaba ver a mi médico. Al auscultarme se sorprendió, apenas había tomado tres pastillas y habían pasado dos días del primer brote, no se explicaba el fenómeno. Cuando le platiqué de mi experiencia con el sacerdote jesuita no supo que decir, yo sí. Fue mi fe y la santidad del que me impuso sus manos y oró por mi salud sin saber lo que me pasaba. Hasta hoy no conozco el nombre de este santo sacerdote, pero su rostro no se ha borrado de mi mente.

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