Por: Antonieta B. de DeHoyos
Era una noche como cualquier otra, me dispuse a dormir, hice mis oraciones y me acomodé en la cama. De repente se escucharon estridentes truenos y enceguecedores relámpagos, se anunciaba una tempestad. Instantes después empezó a caer una lluvia torrencial, todos nos alegramos porque al fin llegaba la lluvia que durante meses habíamos estado pidiendo al Creador, sin importar qué por la mañana ya hubiera llovido copiosamente. Jamás imaginamos que esta segunda lluvia, causaría tanto daño.
Fueron seis horas de intenso aguacero sin intervalos, pronto se inundo nuestro patio y comenzó a colarse el agua por la puerta de la cocina. Vivir a la orilla de un arroyo conlleva algunos riesgos pero la verdadera problemática, estriba en la manera como las autoridades municipales han ido permitiendo que se construya en sus cauces, obstaculizando el curso de las aguas.
Si a lo anterior le agregamos la basura acumulada y lo angosto y bajo de los puentes, el estancamiento está vaticinado y la inundación que sufrimos solo fue la consecuencia.
Se perdieron muchas cosas, pero se salvaron muchas vidas, entre ellas las de mi familia y la mía, pues de seguir lloviendo con esa fuerza, en menos de una hora nuestra seguridad se hubiera visto comprometida. Pero gracias a Dios seguimos con vida y mientras haya vida hay esperanza de recuperación, si no en su totalidad cuando menos parcialmente.
Fue una noche larga, en la que deambulamos mi hija, mi yerno, mis nietos, mi esposo y yo, por las diferentes habitaciones de la casa con el agua casi a la cintura, alumbrados por veladoras y una linterna de pilas.
Como a las tres de la mañana oramos por nuestra protección, pero también por todos aquellos que se encontraran en la misma, o a lo mejor, peor situación que la nuestra. Fueron momentos únicos, inolvidables en los que sentimos como nunca antes la presencia divina, por eso no nos desesperamos, los niños no entraron en pánico, no renegamos ni maldecimos. Este era un fenómeno de la naturaleza, al que estamos expuestos todos los habitantes del planeta.
Cuando al fin dejó de llover agradecimos a Dios; cuando empezó a bajar el nivel del agua, gritamos jubilosos. Al día siguiente hicimos un balance de los daños, pero no para refunfuñar por lo que ya no teníamos, sino para saber con cuanto contábamos para recomenzar.
He llorado mucho y cada vez que platico o recuerdo lo sucedido mis ojos se humedecen, pero son lágrimas de agradecimiento a Dios, estoy plenamente convencida de que Él bendijo y protegió a Piedras Negras, y que esa fue la razón por la que no hubo la cantidad de pérdidas humanas, que tormentas de esta magnitud dejan a su paso.
El susto ya lo superamos, arreglamos lo que pudimos, ahora nos toca exigir a las autoridades un estudio hidrológico y topográfico de la ciudad; un plano de las formas de terreno, declives y cuestas naturales o artificiales que existan, pero principalmente despejar los arroyos, para poder disfrutar de la bendita lluvia, sabiéndonos a salvo.
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