Por: Antonieta B. De De Hoyos
Era sábado al oscurecer, había tenido una semana difícil en cuanto a emociones. Asistir a dos funerales, acompañar a despedir a seres queridos, siempre impacta en el ánimo de las personas, por más fuerte que uno se haga.
Me recosté un poco antes de prepararme para dormir. En esos instantes sonó el timbre del teléfono, reconocí la voz, era la de una amiga muy querida por mí desde la adolescencia. Juntas vivimos la alegría del nacimiento de nuestros hijos, los vimos crecer e independizarse, recibimos nietos y superamos las vicisitudes del matrimonio y la vida familiar.
Sus ocupaciones y las mías nos distanciaron, pero dentro de nuestros corazones, seguía latente el gran amor fraterno que nos profesamos. Desafortunadamente su esposo en los últimos años, por causa de una enfermedad ha visto deteriorada su salud, y lo más triste del caso es que no existe ninguna esperanza de recuperación.
Me dio mucho gusto escuchar su voz con ese tono alegre y entusiasta que le caracteriza, después de los saludos convencionales, ahondamos en la situación tan crítica por la que pasa. No sabía cómo expresarle mi dolor, no encontraba por más que me esforzaba, las palabras correctas que la alentaran a seguir adelante, era tal mi desconcierto que no atendía lo que me decía. Fue en un instante en el que pude acallar mi conciencia y puse atención a sus palabras, que me di cuenta de mi pequeñez como ser humano.
Ella me hablaba de la presencia de Dios en su vida, obviamente con mayor fuerza en estos difíciles años. Describía la forma insistente como en su pesar, le había buscado y le había encontrado. En ningún momento expresó angustia ni desesperación, por el contrario agradecía a Dios la fortaleza infundada y le pedía, le suplicaba siguiera bendiciendo a su esposo y a ella para que juntos pudieran llegar hasta el final. Nada la detenía, porque se sabía amada por Dios.
Me contó que todo este tiempo ha estado leyendo la Biblia, acuden siempre que pueden a misa, con el infinito deseo de tomar la Eucaristía y encomendarse a Él. Le pregunté maravillada ¿cómo había hecho para llegar a ese extremo de plenitud y aceptación? y me contestó. “Primero le pedí a Dios me ayudara a olvidar todos los momentos amargos, las ofensas y demás experiencias mundanas que enturbiaran mi paz interior, pues solo de esa manera podría servir con amor a la persona, que desde hace treinta y siete años le había jurado amor y fidelidad”.
Fue una charla saturada de espiritualidad, en la que me narró con gran emoción unas cuantas de las muchas experiencias religiosas en las que Dios le ha acompañado. Nos despedimos, no sin antes ponernos de acuerdo para continuar nuestra conversación, necesitaba escucharla de nuevo.
Esa noche mi amiga me mostró lo que es el verdadero amor de pareja y lo relevante de contar con la presencia divina, en este arduo andar terreno.
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