Por: Antonieta B. de De Hoyos
Carolina Minerva Castillo Mireles,
nació en Saltillo Coahuila el 18 de
agosto de 1918, en el seno de una familia de la clase media, hija menor del
matrimonio formado por Doña Agripina Mireles Treviño y Don Ramón Castillo. Huérfana
de padre a muy temprana edad, admiró el esfuerzo con que su madre convirtió a
sus tres hijos en profesionistas al inscribirlos en la Benemérita Escuela Normal del Estado.
Ahí conoció a Eduardo Luis Barrientos
Lucio, se relacionaron, se enamoraron y
se casaron. Pronto cambiaron su residencia a la ciudad de Piedras Negras, lugar
donde su esposo adquirió una Patente de Agente Aduanal. Procrearon cuatro hijos,
Teodoro Ariel, Eduardo Luis, María Antonieta y María Carolina, completaba la felicidad
de la familia la “Nany”, mujer hacendosa
que hasta el final de sus días fue el brazo derecho de mamá.
En el hogar se multiplicaba, pintaba
paredes, resanaba muebles, reparaba todo, su ánimo jamás decayó. Renuncia a la
docencia para ocuparse de la casa y reanuda su labor magisterial cuando los
hijos salen de la ciudad a continuar sus estudios.
Además de los quehaceres hogareños, hacía
hermosas manualidades, cocinaba exquisito y era una excelente repostera, de
carácter muy alegre, cantaba, bailaba, escribía
versos y recitaba los que recordaba.
Aunque no asistía con frecuencia a
misa tenía su santo de devoción, San Juditas Tadeo, al que le encendía una
veladora en los momentos difíciles. Pocas veces la vimos triste, quizás porque
no quería mortificarnos. Como administradora era muy buena, el dinero siempre
le alcanzaba y hasta se daba el lujo de ahorrar. Tuvo pocas pero muy queridas
amistades.
Los años la embellecieron, su mirada
limpia, sus manos cálidas, sus palabras dulces y sus sabios consejos, lograron
que nosotros saliéramos adelante. Amó intensamente a su familia y lo demostró
con hechos, pues por encima de las calamidades permanecía erguida. Vivió las
altas y bajas de la economía con una fe y una esperanza ilimitada en la
voluntad de Dios. Remendó ropa y remendó corazones de adolescentes y jóvenes,
fue el indispensable paño de lágrimas de sus hijos.
Maestra por convicción, su inmenso deseo
de servir emergía de su corazón. Para
ella el orden, la disciplina, la responsabilidad, la puntualidad, el respeto,
la honradez, eran virtudes que no podían faltar ni en el aula ni en la casa. Siempre
repetía que nada es para siempre, que lo bueno y lo malo pasa, que debíamos aprender
a disfrutarlos y afrontarlos.
Estuvo con nosotros en todo momento,
hasta en su vejez, pues aun y cuando en los últimos años tuvo problemas con su
memoria, ella seguía diciéndonos que nos amaba con su mirada, su sonrisa y sus caricias.
Nos enseñó a vencer obstáculos y a levantarnos de las caídas, a perdonar, a no
odiar, pero sobre todo a servir a los demás.
Falleció en Saltillo el 22 de junio de
2002, rodeada de sus hijos y nietos que viven allá, había cumplido 84 años,
mismos que vivió con dignidad y sobriedad.
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