12 de noviembre de 2012

Homenaje a un ama de casa ejemplar.


Por: Antonieta B. de De Hoyos

Carolina Minerva Castillo Mireles, nació en Saltillo Coahuila  el 18 de agosto de 1918, en el seno de una familia de la clase media, hija menor del matrimonio formado por Doña Agripina Mireles Treviño y Don Ramón Castillo. Huérfana de padre a muy temprana edad, admiró el esfuerzo con que su madre convirtió a sus tres hijos en profesionistas al inscribirlos en la Benemérita  Escuela Normal del  Estado.

Ahí conoció a Eduardo Luis Barrientos Lucio, se relacionaron,  se enamoraron y se casaron. Pronto cambiaron su residencia a la ciudad de Piedras Negras, lugar donde su esposo adquirió una Patente de Agente Aduanal. Procrearon cuatro hijos, Teodoro Ariel, Eduardo Luis, María Antonieta y María Carolina, completaba la felicidad de la familia la “Nany”,  mujer hacendosa que hasta el final de sus días fue el brazo derecho de mamá.

En el hogar se multiplicaba, pintaba paredes, resanaba muebles, reparaba todo, su ánimo jamás decayó. Renuncia a la docencia para ocuparse de la casa y reanuda su labor magisterial cuando los hijos salen de la ciudad a continuar sus estudios.

Además de los quehaceres hogareños, hacía hermosas manualidades, cocinaba exquisito y era una excelente repostera, de carácter muy alegre, cantaba, bailaba, escribía  versos y  recitaba  los que recordaba.

Aunque no asistía con frecuencia a misa tenía su santo de devoción, San Juditas Tadeo, al que le encendía una veladora en los momentos difíciles. Pocas veces la vimos triste, quizás porque no quería mortificarnos. Como administradora era muy buena, el dinero siempre le alcanzaba y hasta se daba el lujo de ahorrar. Tuvo pocas pero muy queridas amistades.

Los años la embellecieron, su mirada limpia, sus manos cálidas, sus palabras dulces y sus sabios consejos, lograron que nosotros saliéramos adelante. Amó intensamente a su familia y lo demostró con hechos, pues por encima de las calamidades permanecía erguida. Vivió las altas y bajas de la economía con una fe y una esperanza ilimitada en la voluntad de Dios. Remendó ropa y remendó corazones de adolescentes y jóvenes, fue el indispensable paño de lágrimas de sus hijos.

Maestra por convicción, su inmenso deseo de servir emergía de su  corazón. Para ella el orden, la disciplina, la responsabilidad, la puntualidad, el respeto, la honradez, eran virtudes que no podían faltar ni en el aula ni en la casa. Siempre repetía que nada es para siempre, que lo bueno y lo malo pasa, que debíamos aprender a disfrutarlos y afrontarlos.

Estuvo con nosotros en todo momento, hasta en su vejez, pues aun y cuando en los últimos años tuvo problemas con su memoria, ella seguía diciéndonos que nos amaba con su mirada, su sonrisa y sus caricias. Nos enseñó a vencer obstáculos y a levantarnos de las caídas, a perdonar, a no odiar, pero sobre todo a servir a los demás.

Falleció en Saltillo el 22 de junio de 2002, rodeada de sus hijos y nietos que viven allá, había cumplido 84 años, mismos que vivió con dignidad y sobriedad.

Mamá fue un ama de casa  en toda la  extensión de la palabra, siempre estuvo presente y se esmeró porque todo en su hogar marchara como Dios manda. Su ejemplo ha sido y es, la luz que nos guía.

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