Por: Antonieta B. de De Hoyos
Cuando los noticieros locales e
internacionales anunciaron la llegada
del Huracán “Sandy” a las costas del noreste de Estados Unidos, se avisó
a la ciudadanía sobre la manera de contrarrestarla, pero el pánico cundió cuando
se le declaró mundialmente la “Tormenta perfecta” que provocaría la mayor
destrucción terrestre en los últimos cien años.
Un aproximado de ochenta millones de
personas de diferentes condados y estados circunvecinos, debieron movilizarse
ante la advertencia; aunque de acuerdo a lo notificado, más de la mitad
hicieron caso omiso y se quedaron en casa o departamento.
Viendo a través de la televisión las
imágenes del radar, pude constatar lo impresionante de su tamaño, las nubes
cargadas de lluvia, los vientos que le acompañaban, las marejadas que se
levantaron; de inmediato me puse a rezar por ellos y por nosotros, para que
nunca nos viéramos en una situación igual.
Estuve al pendiente, no por morbosa
curiosidad, sino por empatía, realmente me sentía identificada con ellos. Al
día siguiente cuando comenzó el recuento de los daños, cuando se mostraron las
calles inundadas, los ríos desbordados, los miles de árboles arrancados de
cuajo, las innumerables casas incendiadas o demolidas, la carencia de electricidad
y agua potable. Cuando se presentó la problemática de los médicos en los
hospitales, con sus enfermos: adultos, ancianos, niños y bebés recién nacidos,
cuando la policía y los bomberos se esforzaban por controlar las crisis
nerviosas de las personas varadas dentro de sus departamentos; podía percibirse
el instinto de conservación en grado superlativo y el miedo paralizante dentro
de cada corazón.
Estoy segura de que en esos instantes
millones de plegarias se elevaron al cielo, y que Dios en su infinita
misericordia les envió la calma y la iluminación necesaria, para que hicieran
lo pertinente. Esta vez la naturaleza mostró su fuerza, respondió con todo
rigor a las agresiones que desde hace más de cinco décadas, el hombre le ha
venido propinado. El cambio climático lo provocamos todos y ésta,
es una de sus múltiples manifestaciones.
Mientras miraba los noticieros,
recordé una película que vi en mi adolescencia y que por su dramatismo, jamás
he podido olvidar. Se filmó en 1959, probablemente yo la vi tres o cuatro años
después. Se hizo en Nueva York, con su estatua de la Libertad, y su preciosa
isla de Manhattan; tres personas dos hombres y una mujer la protagonizaron,
llegaron en un yate a sus costas y se encontraron con una ciudad vacía, los
habitantes habían huido por la contaminación nuclear. Me impactó ver los
majestuosos rascacielos y las enormes avenidas completamente desiertas, el
ambiente era grisáceo con olor a muerte.
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