20 de octubre de 2011

Pendiente esencial


Por: Rosaura Barahona

Cristina Rivera Garza en su libro "La Castañeda: Narrativas Dolientes desde el Manicomio General, México 1910-1930" (Maxi Tusquets, 2010) consigna historias dramáticas y cuenta algo aterrador. La cito textualmente:

"De igual manera, como reflejo del cada vez más debatible estatus de las mujeres en la sociedad revolucionaria, los médicos encontraron difícil diagnosticar un número creciente de internas con locura moral, una dudosa categoría de normas psiquiátricas de principios del siglo XX que, en el escenario mexicano, describía a las mujeres que no se adscribían a las definiciones tradicionales de domesticidad y sumisión femeninas. (...) El desarrollo de sus historias, que por lo general enervaba a los médicos, revelaba el conflictivo contexto doméstico (en especial, el abuso del cónyuge) en el cual surgía por primera vez el diagnóstico familiar de la enfermedad mental".

O sea, si se quejaban del marido y no eran sumisas y domésticas padecían locura moral y las encerraban en el manicomio. También internaban a las sifilíticas y a las menopáusicas diagnosticadas como enfermas de los nervios porque la ignorancia médica sobre la menopausia era, entonces, enorme.

Rivera dice que a partir de 1930 ya no se internó a mujeres con locura moral. Eso cambió, pero la mentalidad imperante en la población acostumbrada a oír hablar de esas enfermedades femeninas tardó más en cambiar.

El pasado 17 de octubre hubo varios festejos aquí en la Ciudad y en diferentes partes de México para celebrar el 58 aniversario del voto femenino en nuestro País.

Si se detiene a pensar un poco, cualquier persona inteligente se preguntará por qué hasta 1953 se permitió votar a las mujeres, cuando la Constitución de 1917 ya daba ese derecho al hombre.

La respuesta es una larga y compleja historia en donde se conjugan factores sociales, económicos, psicológicos, religiosos, políticos y médicos, entre otros.

A quienes nacieron y crecieron viendo a las mujeres votar y ser votadas les parece algo natural y sin mayor chiste. Sin embargo, si leen un poquitín sobre el asunto, verán las discusiones tan absurdas que hubo en su momento.

Quienes lucharon por el voto femenino a menudo fueron vistos como una amenaza para la estructura social y familiar porque, según ellos, las mujeres no teníamos la capacidad de discernir sobre la vida cotidiana, menos aun sobre lo político.

En los numerosos grupos opuestos a darnos el voto abundaban las mujeres. Muy distintas a las actuales, pero seguramente tan buenas madres, amigas y esposas como la mayoría.

Alguna vez busqué a mujeres que pudieran contarme su experiencia por esos días, pero me topé con puras defensoras del voto. Sólo una me dijo que, la verdad, se había opuesto porque le parecía bien que los señores se ocuparan de las cosas difíciles de entender, mientras ellas se hacían cargo de los hijos y de la casa y tan contentos todos.

Eran otros tiempos: las estudiantes preparatorianas y universitarias eran pocas y buscaban educarse porque: a) eran raras y deseaban desarrollarse y tener una profesión y b) tenían unos papás de vanguardia, conscientes de que el futuro exigiría mujeres independientes y preparadas. Ser independiente significaba no sólo ser capaz de sostenerse por cuenta propia, sino tener la dignidad y la fuerza anímica para enfrentar a un esposo abusivo.

Se temía que la educación nos cambiara porque nos pondría a pensar por cuenta propia y eso, más el derecho a votar y a ser votadas, nos alebrestaría y, en efecto, nos alebrestó... a unas cuantas. Las afortunadas de la clase media y alta le damos al voto su verdadero valor, pero en la clase baja eso disminuye de manera radical y, en la rural, votan cuando y por quien les ordenan los acarreadores de cualquier partido. Sólo como excepción encontramos a una mujer sin educación que intuya o entienda el poder de su voto.

De 1953 al 2011 han cambiado muchas cosas. Ya votamos (sin que por eso nos internen por locura moral), pero sigue pendiente algo esencial para el proceso democrático: la equidad real, no en papel o en discursos. Y mientras eso no cambie, la lucha deberá continuar por parte de quienes, hombres o mujeres, buscamos un México mejor.



Fuente: El Norte
Con autorización directa de la autora

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