Por: Antonieta B. de De Hoyos
Después de cuarenta y cinco días de intensas campañas políticas, era necesario que llegará la paz a nuestro Estado y que dejáramos de ver y escuchar la forma burda con que se manejó la difamación, la desinformación y el engaño. Fue una lucha encarnizada por el poder en el que se valió de todo; creo que si mi padre viviera (el era un apasionado de la política) y presenciara estas indignas conductas, se volvería a morir.
Sin lugar a dudas este evento rompió nuestra rutina y nos permitió observar en el rostro de candidatos y colaboradores la angustia y desesperación, por alcanzar ese puesto público, que aunque temporal le asegura autoridad y solvencia económica. Fue entonces cuando recordé lo que de niña me inculcaron, “Toda autoridad viene de Dios”.
Cuenta la historia que en épocas donde el Rey gobernaba, éste sabía que el poder que tenía le había sido conferido por Dios y que su misión era la de regir con justicia y verdad, ya que tarde o temprano debería rendir cuentas de la misión encomendada.
Años después, alguien estableció la división entre la Iglesia y el Estado con la intención de hacer creer, que la autoridad que tienen los que dirigen los Estados, les fue concedida por el voto del pueblo y no por Dios, quien a través de la gente manifiesta al elegido, la sagrada misión de velar y proteger a sus gobernados, dentro del marco de justicia y verdad.
Lo cierto es que la autoridad legítima viene de Dios, y es un hecho benéfico puesto a favor del hombre y de la convivencia entre los hombres. Quien se adjudica poder, sabe que lo recibe de Dios, fuente primera de toda autoridad, recordemos las palabras de Jesús a Pilatos: "No tendrías contra mi ningún poder sino se te hubiera dado desde arriba"(Jn. 19, 11).
Pero este poder venido de Dios, exige transparencia, espíritu de servicio a sus semejantes, y oración constante, porque solo así se evita caer en la vileza y en la ambición desmedida que lleva al enriquecimiento personal, en detrimento de sus gobernados. Donde no hay gobierno, va el pueblo a la ruina, en la abundancia de consejo está la salvación” Prov. 11:14,24:6.
"La contraparte de la "autoridad" es el "servicio" a Dios. El hombre ejerciendo autoridad es al mismo tiempo, y antes que todo, un siervo de Dios, por lo tanto, como siervo, el hombre en autoridad está primero sujeto a lo que Dios ordena. Dicho así, ninguna autoridad es autónoma, todas están sujetas a Dios, por eso nuestra actitud como cristianos ante la autoridad cualquiera que sea: gubernamental, educativa, familiar, social, eclesiástica, jurídica, médica, deportiva, intelectual, etc. debe estar gobernada por la revelación en las Escrituras.
La autoridad en manos del hombre puede convertirse en poder maléfico que se opone al dominio de Dios; la desviación de la autoridad no es creación de Dios, sino del corazón del hombre que se ha apartado de su Ley.
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