Por: Antonieta B. de De Hoyos
Hace unas semanas, escribí un artículo relacionado con una educadora que protegió a sus pequeños alumnos dentro del aula, mientras en el exterior se protagonizaba una balacera entre militares y narcotraficantes, en una colonia de Monterrey, Nuevo León.
Muy lejos estaba yo de imaginar que ese mismo suceso se repetiría cuatro o cinco semanas después, pero ahora involucrando a lo que más amo en mi vida, mis tres queridas nietecitas residentes en la ciudad de Saltillo Coahuila.
Era media tarde, cuando su mamá decidió llevarles a comer un cono de nieve a uno de esos restaurantes de franquicia norteamericana, esos en los que además de ofrecer comidas rápidas y magnifico aire a condicionado, tienen en su interior aparatos de juegos infantiles. Mientras ella conversaba animadamente con otras señoras, la mayor se encaminó a los toboganes, muy cerca de ella permanecieron las más pequeñas. El ambiente de tranquilidad fue roto, cuando una mujer entró al restaurante gritando asustada, que afuera la Policía Federal tenía amagado a un hombre, apuntándole con sus armas. De inmediato el gerente corrió a cerrar las puertas para evitar que entrara alguien disparando, mientras ordenaba a los comensales se pusieran pecho tierra.
Todos obedecieron al tiempo que mi nuera llamaba desesperada a su otra hija que se encontraba en el área de juego, la niña al escucharla corrió a su encuentro. Asustada preguntó a su madre por lo que pasaba, ella sin contestarle la jaló de un brazo y la acostó junto a sus hermanas, diciéndoles que no se movieran. Pasaron unos instantes que les parecieron horas, antes de que la policía federal se retirara con el maleante y pudieran levantarse.
Gracias a Dios no pasó a más en lo que se refiere a su integridad física, pero en lo emocional todos los presentes, incluso los niños, se convirtieron sin desearlo en víctimas del delito, nuevo concepto ya estipulado dentro de los Derechos Humanos Universales.
Las pequeñas pronto olvidaron el suceso, pero la mayor no, pasaron muchas horas para que calmara su llanto y dejara de preguntar angustiada a sus padres, si se iban a morir.
Me duele en el alma lo sucedido, me duele la impotencia que se vive en esos terribles momentos, pero apoyo la decisión de enfrentar a la delincuencia hasta acabar con ella. Por supuesto que habremos muchas víctimas colaterales, pero enderezar lo torcido es mucho más complicado que educar desde la cuna. Por lo pronto redoblaré mis rezos al anochecer y seguiré suplicando a Dios su protección, no solo para mi familia sino para la sociedad entera.
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