Por: Rosaura Barahona
No me ocuparé del numerito de la boda porque no lo vi y, además, sería un desperdicio de tiempo y energía, pero sí me detendré un poco en los conceptos de aristocracia y nobleza.
Si usted recuerda, el concepto de aristocracia tiene un origen confuso. Por un lado, el aristos, griego, significa el mejor en cualquier actividad, el más bravo y valiente; aristeia significa superioridad y valentía y aristokratía es el gobierno de los mejores, de los más poderosos, pero también el de los más llenos de virtudes y honestos. (Ajá.)
Ahí empieza la confusión de los términos; se supone que la última parte habla no de habilidades físicas ni intelectuales, sino de virtudes, y entra el campo de lo moral. Para distinguir a los aristócratas (más valientes) de los más virtuosos se acuñó el término nobleza que hoy se usa como sinónimo de aristocracia, sin serlo.
Echarle un ojo a la evolución de esos conceptos es aprender cómo han cambiado desde Herodoto, Aristóteles, Platón y una serie de pensadores que pasan por Roma, la Edad Media y el Renacimiento hasta la Modernidad.
A través de mecanismos interesantes de analizar, los supuestos aristócratas convencieron a los habitantes del pueblo de que tenían el poder económico, político y religioso porque lo merecían, ya que sus virtudes eran superiores a las de los plebeyos (débiles, ignorantes e innobles) y eso les daba el derecho a gobernarlos.
Para entonces los aristócratas y los nobles, que de nobleza tienen poco, habían decidido que ambas cosas se heredaban, así que usted y yo, no nacidos en una de sus cunas, nacimos para ser mandados, ordenados, usados y castigados de acuerdo a lo que nuestros superiores (otro ajá) decidan.
En rigor, un plebeyo (del latín plebs, plebis) es una persona ruda, grosera y burda que se comporta de manera indebida en sociedad por su falta de preparación e incultura.
La plebe (o sea, de donde salen los plebeyos como Kate) es el pueblo inferior y sus integrantes carecen de bienes y son útiles a la sociedad sólo cuando pueden servirla. Es decir, los dueños del aparato productivo los controlan e incluso los pueden explotar sin ser castigados.
Carmen Aristegui entrevistó hace poco al admirable Eduardo Galeano, quien contó una anécdota vinculable con lo anterior. En la Guerra Civil estadounidense había soldados negros y blancos en el mismo bando. Un general prohibió a los hospitales mezclar la sangre de unos y otros al hacer transfusiones. El jefe médico (negro) lo refutó y le explicó lo absurdo de su orden: no hay sangre negra ni blanca, todas son iguales... pero el General se impuso.
¿De verdad alguien creerá que la aristocracia de pacotilla tiene sangre azul o que el haber nacido en donde nacieron da a esa bola de mantenidos una nobleza de la que nosotros carecemos? No puede ser.
Monterrey no tiene aristocracia, pero sí imitadores. Los ricos se proyectan como aristócratas, lo cual es profundamente ridículo, y muchos ricos, aspirantes a ricos y trepadores de tiempo completo se sienten superiores. Muchos de ellos, no conformes con explotar a sus trabajadoras y trabajadores domésticos, ahora los quieren empadronar para que puedan caminar libremente por territorios de blancos.
Ese padrón se debe detener. Es anticonstitucional, discriminatorio e inhumano. Quienes lo defienden se presumen cristianos, tuvieron educación y muchas más oportunidades que quienes deben ser empadronados porque su pobreza les ha negado oportunidades de desarrollo y, además, tienen la piel del color que se considera equivocado en San Pedro.
La solidaridad, la generosidad, la empatía y la equidad son muestras de nobleza. El padrón carece de todo eso. Más ilegal, plebeyo e insultante no puede ser.
rosaurabster@gmail.com
Fuente: El Norte y publicado con el permiso de la autora
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