18 de marzo de 2011

Las Manos De Mi Madre

Por: Antonieta B. de De Hoyos

Cuando yo era adolescente me contó mi madre, que durante sus años de estudiante normalista escribió un poema dedicado a las manos de mi abuela. Me contaba con lujo de detalles, la admiración que provocó en ella la diligencia con la que realizaba las labores domésticas y la habilidad extraordinaria que poseía para tejer en hilo, grandes manteles, cubiertas para muebles y carpetitas para mesas de noche y de centro. Ella y sus hermanas, fueron educadas en colegio de monjas y fue precisamente en esa época que aprendieron a hacer estas y otras manualidades con peculiar destreza.

Repaso también las veces que me explicó la forma de saber la edad en las personas; una era por su ritmo al andar y la otra por la tersura de sus manos, esta última me impactó al grado de hacerse costumbre en mi, el observar con detenimiento las manos de todo aquel o aquella que se relaciona conmigo.

Este bello recuerdo me llevó a pensar en el extraordinario avance de las investigaciones médicas en lo concerniente a la estética femenina y masculina, en el auge que experimenta en la actualidad esta especialización, en los cientos de miles de cirugías que se practican alrededor del mundo cada día, en la capacitación y actualización constante de los cirujanos plásticos para hacer de su intervención una auténtica obra de arte.

A la sociedad de hoy, la del tercer milenio, le interesa vivir muchos años pero sin envejecer, la apariencia ha anulado por completo a la dignidad que reviste el hacerse viejo.

Los que se someten a estos tratamientos estéticos recuperan casi al instante su jovialidad, elevan su autoestima, afinan los rasgos de su cara y eliminan la flacidez de su cuerpo, llegando incluso a lucir con mayor esplendor que durante su verdadera etapa juvenil por ejemplo; Lucero, Trevi, Alejandra y Adal, entre muchísimos más en el campo político, empresarial, laboral y social.

Hace unos días me pasó algo especial. Estaba viendo una telenovela cuando apareció en escena una mujer guapa, elegantemente vestida, cuyo tono de voz y manera de hablar, me recordó a cierta actriz famosa de varias décadas atrás, de momento supuse que era su hija ya que mis fechas no concordaban con su apariencia…pero en el momento que tomó entre sus manos la carita de una niña, pude calcular su edad tal y como me lo había aconsejado mamá.

Ahora, miro mis manos y evoco las de mi madre, bellas, blancas, tersas, acordes con su rostro hasta el final. Las mías son delgadas, aun no se manchan, pero se ven cansadas a pesar del cuidado diario. Sinceramente, me siento muy orgullosa de ellas y les agradezco su ayuda incondicional, pero sobre todo les pido me acompañen siempre en este delicado andar hacia el Señor.

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