Por: Antonieta B. de De Hoyos
Durante la cena de Nochebuena, escuché que en los países del primer mundo y en vías de desarrollo empiezan a proliferar los llamados “niños de la llave”, aquellos que portan una llave en su bolsillo o colgando del cuello porque al salir del colegio, nadie les espera y ellos mismos deben abrir la puerta de su casa.
Por ejemplo en España, donde la economía familiar es bastante precaria y los horarios en los empleos están fuera de control, muchos niños llegan a su casa y se preparan una comida rápida o calientan en el microondas lo que les hayan dejado; comen, juegan, estudian, ven la tele, usan el internet solos, hasta que al anochecer llegan sus padres. Este comportamiento trae como consecuencia en los niños trastornos psicológicos, obesidad, agresividad, incapacidad para amar o mostrar sentimientos, pérdida de apetito, gastritis, alcoholismo y mala conducta cuando se unen a pandillas. Es fácil imaginar lo que nos espera como sociedad, al escuchar a un adolescente rebelde cuestionar a su médico psiquiatra de la siguiente manera: ¿Por qué tengo que querer a alguien, si a mí nadie me ha querido y me han dejado solo desde los ocho años?
La obligada incorporación de la mujer al campo laboral, ha generado muchos cambios que repercuten en el seno familiar, prueba de ello es el vacío que reina en los hogares actuales, causado por la ausencia constante de los padres.
La falta de oportunidades, la desigualdad en la riqueza, la voracidad de los gobernantes y la corrupción generalizada, ha venido originando este alarmante fenómeno. Los niños (as) del tercer milenio sufren física, mental, emocional y espiritualmente, por eso sin buscar culpables es preciso reconsiderar la situación para mejorar el entorno; quizás pudiéramos enfatizar más en la grave responsabilidad que conlleva el engendrar y conservar un matrimonio.
La carestía, el estrés y el sentimiento de culpa desestabilizan a los padres de hoy; hombres y mujeres sumamente agotados, fastidiados, sin ánimo de platicar, jugar o ayudar en tareas escolares, acciones que conducen al desapego y a la pérdida de autoridad paterna. La indiferencia y la soledad son conductas que maltratan, desalientan y disminuyen la capacidad de amar en los infantes y adolescentes. Cierto es que cualquier ambiente por más negativo que sea, se supera cuando el amor prevalece en la familia. Este año que empieza busquemos con ahínco el autentico sentido de la vida cristiana, saquemos del letargo al espíritu de servicio, protejamos y amemos intensamente a los hijos; Dejemos de lado las cosas que "no necesitamos" y que nos han “robado” tiempo y “traído” discordias, prisas y ansiedades, porque de todos es sabido que los grandes sufrimientos, siempre son el producto de ambiciones impropias.
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