29 de octubre de 2010

No es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós



Por: Antonieta B. de De Hoyos

El miércoles 19 de octubre a la una treinta de la mañana, falleció en ciudad Acuña Coahuila, Doña Simoncita Villarreal Salinas de De Hoyos, madre de mi querido esposo Luis Héctor De Hoyos Villarreal. Posteriormente fue trasladada a la ciudad de Piedras Negras, dónde se llevaron a cabo los servicios funerarios: velación, misa de cuerpo presente en la Parroquia de San Juan y el cortejo fúnebre hacia el Panteón Santo Cristo, en donde recibió cristiana sepultura.

Doña Simoncita, fue una mujer sencilla, conservadora, respetuosa de los principios religiosos heredados, dedicada por completo a su familia, dueña de una fe inquebrantable, que emanaba desde lo más profundo de su alma. Fue un ser humano en toda la extensión de la palabra, por lo que sus aciertos o errores serán juzgados solo por Dios y no por los mortales. Ella fue una maestra innata, daba lecciones de vida sin proponérselo.

Amable, siempre dispuesta, de convicciones firmes, de carácter fuerte, decidida. Cierro los ojos e imagino verla al anochecer, sentada en la salita de su casa, con el rosario entre sus manos y el librito de oraciones sobre su regazo, si por alguna causa alguien interrumpía sus rezos, sin incomodarse atendía con prontitud.


Fue una persona sumamente discreta, lo que sucediera a sus seres queridos siempre quedaba entre ella y la persona que había solicitado su confianza. Si alguna pena sufría, la disimulaba con sonrisas, bromas y recuerdos gratos.

Su amor a Dios y a la Virgen María, quedó plenamente manifestado, cuando con humildad superaba la adversidad. Nunca pidió más de lo que se le ofrecía y por lo regular compartía lo recibido. Fue una mujer chapada a la antigua, de esas que ahora por desgracia, escasean.
¿Cuántos rosarios rezó en su vida? ¿Cuántas bendiciones impartió?... miles. Unas alzando su mano derecha y haciendo la señal de la cruz al que se despedía, otras en las oraciones dirigidas a sus hijos, nietos, bisnietos, familiares y amistades muy queridas por ella.

Solo dos cosas pidió Doña Simoncita a la Virgen en sus rezos y le fueron concedidas; no sufrir una enfermedad que la postrara en cama por largo tiempo y no ver morir a ninguno de sus hijos. Vivió noventa años y hasta el último momento, gozó de una fortaleza física y espiritual poco común.



Aun puedo escuchar su voz repitiendo estas bellas palabras del rosario mariano: “Emperatriz poderosa de los mortales consuelo, ábrenos Virgen el cielo con una muerte dichosa, y danos pureza de alma, Tú que eres tan poderosa”. Sin duda alguna Dios siempre quiere el bien para todos, solamente debemos dejarle actuar; gracias a Él, su última navidad la pasó en nuestra casa, estuvo feliz, cantó villancicos y arrulló al Niñito Jesús que después colocamos bajo el pinito, fue una Nochebuena inolvidable.


Doña Simoncita y Doña Carolina son las dos mujeres que más he admirado en mi vida y espero de todo corazón, no defraudarlas en lo que me resta de existencia.

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