8 de abril de 2010

¡Qué difícil es, ser bueno en el kínder!...me dijo.


Por: Antonieta B. de De Hoyos

Hace unos días, cuando me encontraba escribiendo en la computadora, se acercó mi pequeño nieto Héctor Iván con una carita de preocupación que jamás había visto en el, razón por la que de inmediato giré mi sillón para preguntarle por lo que sucedía. Mas no me dio tiempo de hacerlo, con una seriedad poco propia de su corta edad me dijo: ¡Qué difícil es ser bueno en el kínder! En ese instante me descontroló tan desalentadora afirmación infantil, pero según me fue contando le fui comprendiendo. Según él, cuando creía que estaba haciendo las cosas bien su maestra lo regañaba, estaba desesperado, se sentía muy confundido. Como toda buena abuela y educadora, le di la mejor de las explicaciones y creo que acerté, porque se retiró a su casa complacido.

Semanas después fui yo la confundida, porque precisamente cuando pensaba que mis acciones eran las correctas, los que me rodeaban me amonestaron. En esos momentos de angustia vino a mi memoria la escena de mi nieto y sin darme cuenta me vi repitiendo sus palabras ¡Qué difícil es ser bueno!

Cuando las personas crecemos y alcanzamos cierto grado de madurez, creemos tener toda la experiencia y sabiduría del mundo, por eso al momento de sufrir una contrariedad nuestro orgullo se lastima. Por supuesto que acepté la crítica, respiré profundo, conté hasta mil de ida y vuelta y hasta sonreí. Pero, ahí no acaba todo. Porque aunque en apariencia demostré serenidad, en mi interior nada era armonía; los pensamientos y las emociones chocaban entre sí, mi lado humano exigía limpiar la ofensa, mientras mi lado espiritual luchaba por adoptar la difícil postura cristiana de la humildad.

Esta vez no me rebelé. Gracias a mi tenacidad en el aprendizaje místico opté por la oración. Pero no fue fácil, porque cuando creía haber alcanzado la paz en mi corazón, surgían de manera inesperada los malos deseos. Fueron tres días con sus noches los que ocupé para superar este negativo estado de ánimo que al final, me dejó una gran lección:

En la actualidad la mayoría de nuestros niños y jóvenes están creciendo en solitario, alejados de Dios y de sus Mandamientos, con una conciencia moral que no está siendo educada, con una línea limitante entre el bien y el mal completamente difusa, con una impunidad generalizada que les permite delinquir sin temor a recibir castigo alguno, dentro de hogares carentes de ejemplos cristianos y teniendo su instinto como guía.

El vandalismo, la violencia, el suicidio, los homicidios, ahora ejecutados por jóvenes, inquietan a nuestra sociedad, la que no quiere aún reconocer que sus novedosas reglas están muy apartadas de los principios cristianos. Cualquier persona, joven o adulta, delinque en privado o públicamente sin remordimiento y con la justificación otorgada de padres, maestros, autoridades civiles y eclesiásticas. Hemos perdido el rumbo, la ignorancia nos debilita. ¿Cómo podremos levantarnos, si ni siquiera sabemos que hemos caído?

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