1 de agosto de 2009

Los empleados de esta cadena de tiendas, son únicos


Colaboración de: Antonieta B. de De Hoyos

El sábado me levanté muy temprano, la noche anterior me di cuenta de que había servido la última porción de alimento a mis queridas guardianas; un hermoso par de perras pastor alemán. Como estoy acostumbrada a hacerlo, el levantarme no significó ninguna molestia para mí, lo que me preocupó y hasta enfadó fue la probabilidad de encontrarme en medio de una de esas largas y enajenantes filas, que los fines de semana saturan el puente internacional. Por supuesto que también calculé el alza en la temperatura ambiente pasadas las diez de la mañana, tiempo en el que tenía programado regresar.

Necesitaba hacer esta compra lo más rápido posible, por esa razón me dirigí a Wall Mart de Eagle Pass, ciudad colindante con la mía. Todo era perfecto, solo había algo que me inquietaba, mi ligero arreglo personal.

Para una mujer sin importar la edad, salir de casa sin gota de maquillaje es casi el suicidio, y lo peor sucede cuando en estas “fachas”, recibes abrazos y besos en tu mejilla de gente que tiene años de no verte.

Como para aminorar ese posible y desafortunado encuentro, me puse una gorra beige de mi hijo y unos lentes café, muy bonitos y de moda que recién había comprado, me enfunde en unos jeans y una fresca blusa camisera y calcé unas cómodas chanclitas.

¡Oh Nooo! Solo iba a comprar cuatro cosas, pero nunca me acordé que la tienda estaba en remodelación, me urgía un mapa, no solo para saber dónde estaban los productos que quería, sino también para ubicar el lugar en el que estaba por si se presentaba una imprevista evacuación. (un incendio, una amenaza de bomba que se yo).

Después de ir y venir tropezando con clientes igual de desorientados, logré colocar dentro de la canastilla: el costal con la comida para perros, el jabón de tocador y la botella de vino tinto que tano me gusta, solo faltaba el rociador mata bichos. Quince largos minutos de dar vueltas en círculo me obligaron a preguntar a un empleado que pasaba. Creo que él vio en mi cara algún signo de angustia pues apenas le dije: Sr. ¿sabe usted dónde está lo que mata cucarachas? - Dando un fuerte golpe en el piso con su pie derecho me dijo: ¡Aquí está!

Su respuesta inesperada provocó en mí una sonora carcajada que cambió por completo mi ya muy deteriorado estado de ánimo. Enseguida amablemente me condujo al estante y deseándome buen día se retiró sonriente a continuar con su trabajo.

De inmediato pagué a la cajera, subí a mi automóvil y regresé a casa. Lo curioso es que no he podido dejar de pensar en que, son estas pequeñas cosas las que hacen de la vida una estancia placentera.

Antonieta B. de De Hoyos..........julio 30/09

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