Colaboración especial de Antonieta B. de De Hoyos
Hace tiempo, cuando leí la leyenda de “El Rey y el halcón” me pareció bastante divertida y aleccionadora, pero la olvidé. Hoy vuelve a mi memoria, después de recibir varias llamadas telefónicas de mujeres que con urgencia solicitan mi orientación y apoyo para retomar el control dentro de sus hogares.
Es un hecho el comportamiento inmoral, desafiante y salvaje de algunos hijos -hombres y mujeres- contra los padres y adultos de la familia. Desde los diez años hasta ya entrados los treinta, estos muchachos (?) reniegan del orden, la disciplina y la autoridad doméstica, negándose terminantemente a todo aquello que signifique esfuerzo, trabajo y honradez. A ninguno de estos malandrines adolescentes eternizados, le interesa ser buen estudiante, eficiente empleado, prestigioso profesionista; tampoco le preocupa contribuir con el gasto ni colaborar con las tareas caseras, para estos especímenes el buen comer y beber es obligado y el “reven” lo comienzan y terminan a la par que la semana.
Cuenta la leyenda que éste Rey, era dueño de un bellísimo halcón negro que por un extraño mal no podía volar, desesperados los entrenadores de la corte decidieron ofrecer una buena recompensa al súbdito del reino que lo echara a volar. Días después, se presentó en el castillo un humilde hombrecito que por su aspecto, no auguró nada bueno. De todos modos el rey ordenó a su mayordomo lo condujera hasta donde estaba el animal, mientras el salía a los jardines con la esperanza de ver volar a su mascota preferida. En efecto, pasados unos minutos el halcón pasó volando sobre su cabeza, desconcertado por su rápida curación, el rey mandó llamar al hombrecito y emocionado le preguntó ¿Qué le hiciste a mi halcón? Sin inmutarse este le contestó- “le corté la rama donde se paraba”.
Está claro que nuestro hijo es ese bellísimo halcón negro, que no sabe o que no quiere aprender a volar, que la rama donde se posa confiadamente este animal, representa la casa paterna que el hijo considera indefinidamente suya. La comida, el agua, el veterinario y los sirvientes que cuidaban a la mascota, son las comodidades, los lujos y la pleitesía que muchos padres ofrecen a sus hijos.
¿Para que salir a cazar y desafiar el viento? Se pregunta el halcón. ¿Para que aventurar al cambio si ya tengo mucho más, de lo que pudiera conseguir con gran esfuerzo? Dice el hijo.
Educar en el merecer todo y de manera fácil, impide que el hijo reconozcan la enorme diferencia que existe entre la posición de él y la de sus padres.
Por supuesto que nos damos cuenta de que son holgazanes, oportunistas, soberbios, desatentos, groseros, corruptos, malagradecidos hasta con la divinidad que les creo, pero los padres en lugar de reaccionar, sacudirse las culpas y provocar el cambio, se ponen a llorar su desgracia.
Antiguamente la mayoría de edad marcaba la libertad anhelada, adiós al nido y a recorrer el mundo. En la actualidad la sobre protección paterna y la soltería irresponsable, ha dado paso a fósiles juveniles: hombres y mujeres felices que viven a costa del mermado patrimonio de sus padres, personas mayores preocupadas por el futuro de hijos cuarentones, que tal si les cortamos la rama?
Antonieta B. de De Hoyos abril 30/ 09.
Escríbanos a: tonieta59@yahoo.com.mx
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