Por: Antonieta B. de De Hoyos
Los domingos acostumbro ir a la primera misa de la mañana en la Parroquia de San Juan, antes que cualquier otra cosa me gusta escuchar el Evangelio y el sermón del sacerdote, es algo que me da paz interior y me permite continuar con gozo mis tareas hogareñas. Pero también voy los lunes a la de nueve, éste es un hábito que me formé por propia convicción, ya que además tengo la oportunidad de hablar con Dios, de decirle lo que pienso, lo que voy a hacer y de pedir su iluminación para no equivocarme en mi labor.
Es un verdadero tesoro el tener la oportunidad, de acudir a ceremonias religiosas cuando hay pocos asistentes, la iglesia permanece en silencio, las oraciones y los cantos son un susurro melódico que eleva el espíritu. Como siempre, elijo la cuarta fila del centro al lado del pasillo lateral izquierdo, quiero estar atenta, no deseo distraerme por ningún motivo.
Hoy la ceremonia transcurre sin ningún tropiezo, después de tomar la Hostia me encamino hacia le entrada del templo, por lo regular ahí de pie, hago mi meditación y espero a que el sacerdote de su bendición. Casi para llegar vi que en la última banca, se encontraba un humilde niño de aproximadamente diez años, sosteniendo entre sus brazos a un hermoso cachorrito. Cuando nuestras miradas se cruzaron, pude leer en sus ojos la angustia que sentía por encontrarse en tan incómoda situación y creo que el miró en los míos un signo de interrogación. ¿Qué?
Estábamos dentro de la parroquia, un lugar de oración que debe ser sagrado para los cristianos católicos; estuve a punto de decirle que sacara a su animalito, pero su nerviosismo me contuvo. En ese momento la fila de comulgantes estaba por terminarse, divisé entre ellos a una monjita y pensé, lo va a regañar pero con la bondad que las caracteriza.
Me sorprendí cuando se adentró en la banca donde estaba el niño y le pidió el cachorro, al que acunó entre sus brazos mientras se hincaba a rezar sus oraciones. Mientras la miraba, recordé las muchas veces que mis hijos lloraron por no permitirles entrar a la iglesia con su juguete preferido, o cuando los obligué a dejar para después de misa la compra de un dulce o un helado. También me acordé cuando llevé conmigo a la “Mini”, una diminuta perrita que debió permanecer dormidita en el asiento del auto, hasta mi regreso.
Lo que más llamo mi atención fue su serenidad, ninguna expresión de preocupación por su extraña conducta. El sacerdote dio la bendición y los fieles salieron, no sin dejar de mirar azorados la escena. A la salida ella mostraba orgullosa su perrito, lo que aproveché para acercarme y preguntarle, ¿Madre, desde cuando permiten entrar con animalitos al templo? A lo que ella me contestó con dulzura, ¡aaay, es que es una criaturita! qué bueno que me lo dice le contesté, porque en casa yo también tengo dos criaturitas. Narro lo anterior porque no me parece justo que quienes están al servicio de Dios y conocen mejor las reglas, las infrinjan y con ello se conviertan en motivo de escándalo.
Antonieta B. de De Hoyos Octubre 24/12
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