Por: Antonieta B. de De Hoyos
Cuando un niño camina por la calle, una cohorte de ángeles le precede y proclama: “¡Abrid paso a la imagen del Santísimo!” Refrán Haídico (Amérindio canadiense).
En una sociedad plagada de problemas, los peligros que acechan a los niños son obvios: pobreza, violencia, indiferencia, enfermedad, maltrato y un sinnúmero de otros males, visibles e invisibles, sufridos o contemplados, que siempre han existido y que son terribles, pero, ¿qué podemos hacer para remediarlos?
Dicen los que saben, que la causa determinante para estos males es nuestra falta de reverencia a la vida. Toda dureza de corazón y desprecio, es un asesinato, y puede que se mate no sólo lo que vive en el presente, sino también lo que vive en el futuro. Existe un gran peligro que amenaza a los niños y que ha penetrado en nuestra cultura y lenguaje: la irreverencia; esa falta de respeto que queda de manifiesto cuando de forma petulante les llamamos mocosos; en el desprecio que mostramos por sus sentimientos al hablar de sus defectos delante o, a sus espaldas; cuando ensalzamos a uno y nos quejamos de otro, cuando sin pensar llamamos “ilegítimo” al hijo nacido fuera de matrimonio. Estos son síntomas del desamor que estimula todos los males y uno de los más generalizados es el divorcio, si hubiera respeto hacia los niños, no se toleraría, ni se le consideraría “aceptable”.
El divorcio es la deplorable ruptura de un contrato, razón suficiente para que se les permita a los hijos entablar un pleito contra sus padres. Si dos personas acuerdan crear a un ser humano y prometen brindarle amor, un hogar, seguridad y bienestar, pero resulta que en cierto momento algo no funciona bien, se dan cuenta de que ya no se aman sino que se detestan y deciden separarse pensando solo en sí mismos, olvidando el contrato que hicieron con sus hijos. No siempre la separación es lo “mejor para el niño”, aunque los padres lo repitan cientos de veces, la experiencia de las mayorías ha enseñado lo contrario.
Muchos de esos niños separados de sus padres alegan: ¿acaso mis padres me liberaron de un hogar infeliz donde todo eran pleitos y gritos, deseando que mi niñez fuera más afortunada? Hubiera sido mejor que aprendieran a no gritarse, lo habrían hecho con menos esfuerzo del que le cuesta a un niño aprender a ser hijo de padres divorciados. Los divorciados con hijos acusan a los demás de egoístas, pero no se trata de lo que digan los demás, sino de lo que algún día oirán de boca de sus propios hijos. Una infancia perdida, no se recupera…
Los niños con su inocencia y claridad nos muestran la faz de Dios en forma humana. Son ellos los que guían hacia la verdad. Los adultos somos indignos de educar a uno solo de ellos, nuestros labios están manchados; la dedicación no es total, la honradez no es completa; el amor es injusto, la bondad está plagada de segundas intenciones. Para nuestro infortunio, no hemos trabajado aún lo suficiente para librarnos del desamor, de los impulsos posesivos y egoístas que nos corrompen.
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