incapaz de curar
las heridas de la ciudad,
Y se acostumbra el corazón
a olvidar. “
La próxima semana si Dios no dispone otra cosa, celebraré con gusto mi cumpleaños número sesenta y siete, hecho que probablemente pudiera molestar a algunos, por atreverme a declarar mi edad. Pero si lo hago, es porque en estos instantes gozo de una inmensa tranquilidad; aquel tiempo en el que mi mayor preocupación era aparentar una juventud que se me iba de las manos, ha sido superado.
Me siento muy orgullosa de mi edad y profundamente agradecida con el Creador por tan grato privilegio, por eso es que ahora cuando me miro al espejo, veo a una mujer serena, satisfecha, consiente del gran esfuerzo que significó para ella, el cumplir de la mejor manera, la misión terrena.
A mí me encanta lo que vivo, porque al fin he dejado atrás las cadenas de la inquietud, el miedo y la incertidumbre, que me provocaba el tener que envejecer.
Ahora estoy aquí en una tarde cualquiera, meditando sobre los tiempos idos, sobre los aciertos y los desaciertos, disfrutando de la maravillosa etapa de la reconciliación con Dios, con mis seres queridos y conmigo misma.
Fue en uno de estos momentos de soledad y silencio placentero, que vinieron a mi memoria las imágenes de mi madre y mi abuela Agripina. Recordé con agrado, aquellas amenas conversaciones que sostuve con ellas durante su vejez, antes de su partida.
Cierro los ojos y las veo tal como eran, amables, distinguidas, con su pelo cano y su tez muy blanca. Orgullosas de su fe y de su familia. Estas pláticas para mi fueron trascendentes, quedaron grabadas en mi alma, como las más hermosas lecciones de amor y fidelidad.
Pero había algo en ellas que las hacia excepcionales, diferentes al resto de las ancianas conocidas… la ternura que emanaba a raudales de su mirada. Mi abuela tenía los ojos grisáceos y mi madre café miel, pero no era su forma ni su color lo que los embellecía, sino el milagroso brillo que despedían.
Sus rostros lucían radiantes, frescos, limpios, inocentes, como los de una criatura que se abre a la vida de la mano de Dios, ellas estaban a punto de iniciar otra vida tomadas también de la mano de Dios.
Yo no sé cuánto tiempo me esté destinado sobre la Tierra, pero mi mayor deseo ya no está en buscar un rostro sin arrugas ni un cabello sin canas, ahora cada vez que me coloco frente al espejo, miro fijamente mis ojos y busco con afán aquel brillo que vi en sus miradas, porque sé que ese radiante resplandor será la manifestación de que Dios está en mi corazón.
Por: Antonieta B. de De Hoyos